La señora Doubtfire. («Cuidadito con lo que dices, que te atizo con el plumero…»)

No me gusta que me llamen «señora». De hecho, me pone de muy mala uva, y aunque sé que es algo irracional, no puedo evitarlo.

Ya me cayó malamente que empezaran a hablarme de usted al llegar a los treinta, pero lo de «señora» es aún peor.

Una tía mía, que fue soltera toda su vida, se sentía muy ofendida cada vez que la llamaban «señora», y exigía que se dirigieran a ella como «señorita». Hoy en día las feministas consideran machista la distinción entre esos dos términos, pero a mí, entre que me llamen lo uno o lo otro, prefiero «señorita» porque, independientemente del estado civil, suena a joven.

Tampoco me gusta que en español el equivalente actual de «caballero» sea «señora» (como en «peluquería de caballeros/señoras»). ¿Por qué no «dama», o al menos «madam«, como en inglés? «Señora» suena mundano, prosaico, vulgar.

De hecho, a menos que un desconocido tenga que llamarte, pongamos que porque se te ha caído algo y estás de espaldas, no hace falta que te llamen de ninguna manera. Lo digo porque, por ejemplo, hay camareros que al decirles «Adiós, gracias» cuando sales del restaurante, te responden con un «Adiós, señora». Casi parece que lo hicieran aposta, para fastidiar, y te entran ganas de responder con mala baba: «Adiós… camarero«.

Y la verdad es que todo viene de un poco más atrás, de cuando pasas de ser una «chica» a ser una «mujer». Recuerdo que en mi adolescencia me dio mucha risa un día leer un anuncio en una revista femenina que decía: «Chica de 53 años busca amigas en…». Me pareció ridículo que alguien de esa edad se definiese como una «chica», pero ahora me sabe mal haberme reído de ella. Me falta aún unos cuantos años para llegar a esa edad, pero ahora comprendo por qué lo escribió.

Hay un personaje de la película Amor y letras (Liberal Arts), el viejo profesor Peter Hoberg, que le dice al protagonista en un momento dado: «¿Sabes qué edad siento que tengo? Diecinueve años. Desde que cumplí los diecinueve nunca me he sentido más mayor. Pero cuando me afeito y me miro en el espejo me veo obligado a decirme: «Ése del reflejo no tiene diecinueve años». Nadie se siente adulto, pero no nos atrevemos a admitirlo«.

Yo tengo la sensación de que, en esencia, soy la misma persona que cuando tenía veintidós años. He ido descubriendo algunas cosas que entonces desconocía, y he aceptado realidades con las que jamás creí que pudiera llegar a comulgar, pero no soy tan distinta de como era entonces. Me han salido algunas canas y no tengo las mismas energías ni las mismas ilusiones que tenía entonces, pero no me siento distinta, ni tampoco más mayor. Por dentro, en mi mente y en mi alma, me siento exactamente igual. De hecho, se me hace rarísimo pensar que hace ya más de quince años que terminé la universidad. Parece que fue ayer…

Y, quizá porque sigo soltera, me siento más próxima a los universitarios que a esa gente de mi edad que sólo habla de hipotecas, hijos, trabajo…

Hay personas que tienen mucha prisa por crecer, pero yo nunca la tuve, y la idea de convertirme en «mujer» era algo que asociaba con obligaciones, problemas, e imposiciones, y me apetecía tanto como que me sacaran una muela.

Durante mucho tiempo me resultó surrealista el solo pensar: «Soy una mujer». Tal vez por esa frase estúpida y cliché de las películas («Nuestra hija ya es una mujer») cuando a la chica en cuestión le viene su primera regla.

De hecho, si acabé por aceptar y abrazar finalmente el concepto de «mujer», probablemente fue gracias a la época «feminista» (que no feminazi) por la que pasé entre el bachillerato y mis primeros años de universidad. Leí mucho sobre las sufragistas, sobre las primeras feministas, y un libro sobre las mujeres en la Historia (A History of their Own, volumen 1) que me hizo darme cuenta de lo oprimido que había estado nuestro género. Experimenté de inmediato un vínculo de hermandad con todas esas mujeres injustamente tratadas, y la ira me llevó a sentir cierto orgullo de ser mujer, de poder hacer cosas que otras no pudieron hacer siglos atrás.

Pero el mal de nuestro tiempo, la exaltación de la juventud y el desprecio hacia las edades madura y marchita, hace que me siga costando aceptar que me llamen «señora». No quiero que, sintiéndome como me siento joven por dentro —que es lo que lo que de verdad importa como todos bien sabemos—, venga nadie a colocarme esa etiqueta. Y aunque supongo que no me queda otra que acostumbrarme, me resisto. No quiero ni pensar cómo me sentiré si algún día me llaman «vieja»…

P.S.: El otro día me reí muchísimo con este anuncio que me enseñaron, por lo bien que refleja el modo en que una se siente cuando empiezan a llamarla «señora», aunque dudo que la solución sea un tinte de pelo para cubrir las canas… 😀